Cuando me sentaba en el autobús que me llevaba al cole
sabía que ese hueco que yo ocupaba
sería mi campo de juego durante los siguientes treinta minutos.
Un cuaderno pequeño de espiral y un lápiz, no hacia falta más.
Mi mano se dejaba llevar y hacía garabatos, sabiendo que lo eran,
con la única intención de dejar mi mente volar y observar lo que surgía.
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